viernes, 24 de junio de 2016

Velázquez

Diego Velázquez (Sevilla, 1599-Madrid, 1660) es el pintor más representativo y universal de la pintura barroca española. Muchos lo consideran el mejor pintor habido. Fue pintor de cámara de Felipe IV (1623) y caballero de la Orden de Santiago (1658).

Su producción no es extensa, pero sí fecunda por la diversidad de los temas pintados y por incluir varios en un mismo cuadro. Se atrevió a desarrollar todos los géneros, incluyendo los que eran ajenos a la pintura española, caso del mitológico y del desnudo femenino.

Velázquez pintaba alla prima, es decir, sin dibujo previo, lo que le llevó a practicar el arrepentimiento, es decir, superponer un cuadro sobre otro hasta conseguir la versión definitiva, la que consideraba perfecta.

A Velázquez no se le puede considerar un pintor barroco siguiendo a Eugenio d’Ors y Ortega y Gasset pues sus pintoras no fueron presa del movimiento, pero sí siguiendo a Wölfin y Lafuente Ferrari por lo pintoresco de su estilo, lo esfumado de las líneas, el sentido de la profundidad y la búsqueda de la personalidad del individuo.

La pintura de Velázquez se apoyó en la realidad, más sentida que observada. No es pintor fotógrafo y sí pintor pensador, que observó la realidad, la asimiló y la llevó al lienzo. Pero también se evadió de la realidad cuando pintó con una técnica casi impresionista.

La trayectoria pictórica de Velázquez se divide en seis etapas:
·         Sevillana o de formación, hasta 1623.
·         Primera etapa madrileña, de 1623 a 1628.
·         Primer viaje a Italia, de 1629 a 1631.
·         Segunda etapa madrileña, de 1631 a 1649.
·         Segundo viaje a Italia, de 1649 a 1651.
·         Tercera etapa madrileña, de 1651 a 1660.

En la etapa sevillana o de formación (hasta 1623) Velázquez tuvo como primer maestro a Herrera el Viejo y como más influyente a Francisco Pacheco, de quien tomó el gusto por el color mate. Su técnica se caracterizó por una plasticidad dura, el tenebrismo caravaggiano, los tonos madera, un dibujo preciso y la factura lisa de la pincelada. Pintó bodegones, cuadros de género, retratos y cuadros religiosos. En ocasiones en un mismo cuadro reunió más de una de estas temáticas.

Los bodegones velazqueños tienen un fondo melancólico y de respeto hacia la pobreza. Además, se confunden con la pintura de género, caso de Vieja friendo huevos (1618) y El aguador de Sevilla (1620), donde figuras y objetos tienen el mismo protagonismo.

Vieja friendo huevos (1618) es uno de los cuadros más representativos de la etapa sevillana de Velázquez.
  

Entre los cuadros religiosos destacan Inmaculada Concepción (1619), inspirada en los tipos de Pacheco y Montañés, y La Adoración de los Magos (1619), donde la humanidad y el realismo de los personajes da pie a pensar en que pueda ser un retrato de familia. En estos cuadros Velázquez abrió la composición al paisaje.

Velázquez inició en esta etapa uno de los géneros que más desarrollo en su carrera artística, el retrato. Destaca La venerable madre Jerónima de la Fuente (1620), donde capta la fuerza psicológica de la monja franciscana que a sus sesenta y seis años marcha a Filipinas para fundar un convento. La madre Jerónima de la Fuente ocupa el centro del lienzo sobre un fondo neutro en el que no se reconoce que haya suelo. Aparece de pie, vestida con el hábito de las clarisas, compuesto por una toca blanca, una túnica y un manto marrón de paño basto, que cae hasta los pies formando pliegues ampulosos. La religiosa empuña un crucifijo con la mano derecha y sostiene un breviario con la izquierda. La luz se focaliza en el rostro de la religiosa. Se pretende forzar al espectador a que reflexione acerca de la fe que impulsó a una persona en sus últimos años de vida a  marchar a Filipinas a evangelizar a los infieles. El carácter fuerte de la madre Jerónima de la Fuente se hace evidente en la mirada profunda y la seguridad con la que sujeta el crucifijo y el breviario.

La venerable Jerónima de la Fuente (1620) es uno de los retratos velazqueños de más fuerza expresiva.


En 1622 viajó a Madrid a estudiar las colecciones reales. Su capacidad de asimilación se demuestra a su regreso a Sevilla donde pintó Imposición de la casulla a san Ildefonso (1622), donde se reconoce la influencia de El Greco.

En la primera etapa madrileña (1623-1628) Velázquez apuesta por el retrato aislado y los cuadros de temática histórica y mitológica.

Los retratos responden a un tipo semejante al de Tiziano, pero tienen la particularidad de que la figura se destaca sobre un fondo más claro y se limita a lo accesorio. Aunque se mantiene la dureza del contorno de la etapa sevillana, la pincelada se hace más suelta y ligera, desaparece el tenebrismo y el tono madera, se aclara la paleta, aparecen pigmentaciones rosadas y blanquecinas, y predomina la luz. Destacan los retratos de El conde-duque de Olivares (1626), El infante don Carlos (1627) y Felipe IV (1628). Los retratados aparecen de cuerpo entero, vestidos a la moda española, de negro riguroso, con la gola blanca como único detalle de color, y se sitúan en un espacio indeterminado, pero no irreal.

Velázquez se atreve con los cuadros de contenido histórico con Expulsión de los moriscos (1627), que no se conserva.

La temática mitológica se reconoce en El triunfo de Baco (1628), que trata con absoluto realismo. La escena se sitúa al aire libre, lo que impidió a Velázquez practicar el tenebrismo, la pincela se hace más suelta y los personajes, la luz y el color hacen que la pintura sea un bodegón.

Velázquez trató la temática mitológica en El triunfo de Baco (1628).
  

Velázquez realizó su primer viaje a Italia (1629-1631) influido por Rubens, que visitó España en 1628. Visitó entre otras ciudades Roma, Génova, Venecia, estudió las obras de Cortona, Miguel Ángel y Rafael, tuvo contacto con Ribera, estudió las obras de San Pedro de Roma y residió en Villa Medici.

Su paleta se transformó. Desaparecieron los betunes negruzcos, su pincelada se hizo más fluida, se interesó por el desnudo y el paisaje, y utilizó la perspectiva aérea.

Velázquez pintó La fragua de Vulcano (1630) en su primer viaje a Italia.

  
De esta etapa son representativas La túnica de José (1630), de temática religiosa, y La fragua de Vulcano (1630), de temática mitológica. En ellas hay un equilibrio entre figuras y ambiente. La túnica de José representa el momento en el que Jacob se entera de la presunta muerte de su hijo José. La fragua de Vulcano recoge el momento en que Apolo comunica a Vulcano la infidelidad de su esposa; apenas ha hablado Apolo, cuando el rostro de Vulcano se enciende de sorpresa e indignación; lo mismo se aprecia en sus compañeros.

Pero Velázquez fue presentado en Italia como retratista. Durante este viaje pintó Felipe IV de castaño y plata (1631).

La segunda etapa madrileña (1631-1649) es la central de su biografía y la del afianzamiento cortesano. Siguiendo a Lafuente Ferrari se divide en tres periodos: de 1631 a 1635, de 1636 a 1643, y de 1643 a 1649.

De 1631 a 1635, Velázquez manifiesta una actitud discreta en los temas religiosos. En Cristo crucificado (1631) se reconoce en la cabeza y el torso la influencia del Cristo de la Clemencia de Montañés, y en el modelo iconográfico la de Pacheco; ha sustituido el patetismo por el sentimiento de serenidad y emoción contenida en el rostro de Cristo, reclinado y oculto en parte por el cabello, con ausencia de los detalles cruentos de la crucifixión. Otro cuadro religioso es Tentación de santo Tomás de Aquino (1632), que recoge el momento posterior a la tentación, es decir, cuando ya ha vencido las insinuaciones de la mujer pecadora, que se retira al fondo.

Durante estos años decoró el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro de Madrid. El conjunto de pinturas de Velázquez, Zurbarán, Pereda, Maino, Carducho, Cajés y Castelo exaltan las glorias de la monarquía española a través de sus éxitos militares. De Velázquez son los retratos ecuestres Felipe III, Felipe IV y Príncipe Baltasar Carlos, y Reina doña Margarita e Isabel de Borbón, todos de 1635.

La obra cumbre de este periodo es el cuadro histórico La rendición de Breda (1635). Velázquez quiso y supo retratar el dolor psicológico de la derrota, por lo cual situó en el centro del cuadro al general Justino Nassau entregando las llaves de la ciudad al general Ambrosio de Spinola que, en un alarde de caballerosidad, interrumpe la humillante flexión que debía prestarle el vencido; pero también pintó la concordia a través de las figuras que se abrazan.

La rendición de Breda (1635) es el cuadro de temática histórica más conocido de Velázquez.

  
De 1636 a 1643 la pincelada gana fluidez. De estos años destacan Pablo de Valladolid (1637), donde desaparece el fondo, y Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo (1638), lienzo en el que Olivares aparece como hombre poderoso y triunfal en el campo de batalla. Olivares está retratado de medio perfil a lomos de un caballo bayo en corveta, viste media armadura, fajín, bastón de mando y sombrero de ala ancha emplumado con puntas levantadas, además, presenta golilla, peinado tufo y bigote con puntas levantadas. El caballo se presenta agitado mientras el conde-duque sujeta las riendas con la mano izquierda a la vez que mira con superioridad a los espectadores de la escena. Esta sensación se refuerza con un punto de vista bajo. La composición se organiza en diagonal. El caballo está dispuesto en escorzo hacia dentro, igual que el brazo derecho del conde-duque de Olivares. Compensa la diagonal la línea vertical del  árbol de la derecha del cuadro y la horizontal del fondo donde se está desarrollando la batalla. La gama de colores destaca por su riqueza; abundan los azules, grises, ocres y verdes en diversas tonalidades. El tratamiento de la luz proporciona naturalidad a la escena. Se combinan pinceladas minuciosas para retratar al conde-duque de Olivares y al caballo, con otras  largas, superpuestas y en contra dirección en la cola del caballo, sueltas en el paisaje y la batalla, empastadas en las flores y restregones que se mezclan en la retina. La perspectiva aérea está conseguida de una manera magistral.

En Don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo (1638), Velázquez retrató al valido de Felipe IV como un hombre poderoso y triunfal en el campo de batalla.


De 1643 a 1649 la paleta gana en profundidad y efectos pictóricos. Velázquez pintó a los bufones de la corte con verdadera piedad pues disimula el enanismo de los personajes pintándolos sentados. Hay que destacar Francisco Lezcano y Sebastián Morra, ambos de 1645.

Francisco Lezcano, (1645). Velázquez gustó de retratar a los bufones de la corte.
  

Velázquez realiza su segundo viaje a Italia (1649-1651) con el encargo de comprar cuadros para las galerías reales españolas. De estos años son dos retratos sobresalientes: Martín Pareja (1650), su criado mulato, e Inocencio X (1650), en el que supo retratar la psique del papa con toda la dignidad de su cargo.

Inocencio X (1650) es uno de los retratos que más fama dio a Velázquez.

  
En los lienzos de Villa Medicis aparece prefigurado el impresionismo. Se observa el aire y la filtración de los rayos del sol hasta el suelo.

Bajo la influencia del ambiente italiano Velázquez pintó Venus del espejo (1650). La composición lo hace original. Venus aparece de espaldas al espectador y le muestra su rostro al reflejarse en un espejo.

En Venus del espejo (1650), Velázquez recrea el ambiente italiano que conoció en sus viajes.

  
La tercera etapa madrileña (1651-1660) cierra la biografía de Velázquez. La paleta se hace líquida, esfumándose la forma y logrando calidades insuperables; la pasta se acumula a veces en pinceladas rápidas y gruesas, de mucho efecto. En esta etapa Velázquez pintó sólo retratos y mitología. De estos años son sus obras maestras Las Meninas (1656) y Las hilanderas (1657).

En Las Meninas Velázquez consigue la perspectiva atmosférica perfecta, la presencia del aire entre objetos y personas, aire que diluye los contornos de los cuerpos del fondo, como evidencia la figura del aposentador, apenas abocetada. Es un retrato de la familia real de Felipe IV en el Alcázar y un autorretrato del pintor. La estructura del cuadro es un diálogo entre lo que parece estar pintando Velázquez, es decir, los reyes, que aparecen reflejados en el espejo del fondo, y lo que ha pintado para el espectador,  es decir, la infanta Margarita que entra en la estancia para ver a sus padres y a las meninas que la rodean, y que no puede estar pintando Velázquez pues se encuentran a su altura. El espectador al contemplar el cuadro lo completa al situarse donde se supone estarían los reyes. Por otra parte, hay un trasfondo que afecta a la propia estimación de la pintura; los reyes al visitar a Velázquez en su taller elevan la categoría de la pintura a arte liberal.

Las Meninas (1656) es la obra maestra de Velázquez.

  
Las hilanderas es el cuadro más vaporoso de Velázquez. Se confunde la imagen real, el taller, y la intelectual, el tema mitológico. El cuadro es de género en primer plano y mitológico en el fondo. En apariencia el lienzo es una escena de taller en la fábrica de tapices de Santa Isabel, pero en el fondo se representa la historia de Aracne, una joven ambiciosa orgullosa de su habilidad como tejedora. Palas convoca un concurso para humillar a Aracne, que se atreve a representar los vicios de los dioses a través del rapto de Europa, lo que lleva a Palas a castigar a Aracne y convertirla en una araña. Las hilanderas hacen las veces de testigos.

Las hilanderas (1657) fue la última gran obra de Velázquez.
  

En 1659 Velázquez recibió el nombramiento de caballero de la Orden de Santiago en reconocimiento de su arte. Pero el reconocimiento por el gran público es muy posterior, y por dos motivos: sus pinturas religiosas son escasas y casi toda su producción permaneció inaccesible en los palacios reales. Todo cambió entre 1819, año en el que se abrió el Museo del Prado, y 1865, año en el que Manet, tras visitar Madrid, definió a Velázquez como “pintor de pintores y el más grande pintor que jamás ha existido”.

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